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viernes, febrero 18
Vivir muriendo
El padre de mi amigo Calogero era carpintero y nos gustaba mucho jugar y trastear en su taller, cuando yo todavía no había empezado aún a rodar. En la parte del fondo del taller, tras una cortina, había siempre apoyado contra la pared un ataúd de madera de pino, con los bordes tallados y cuatro cabezas de león coronando las esquinas. Como mi abuela estaba algo loca yo aún no distinguía muy bien eso de los respetos y temores, así que no tenía reparo en meterme dentro si se terciaba un juego de escondite. Un día, su padre, me sacó de una oreja y agachándose a mi altura me dijo -Con este no se juega, niño. Este es de la mejor madera- yo le pregunté -¿para quién es Sr. Calogero?- y respondió muy serio -Para mí.
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