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lunes, mayo 16
Un chico con clase
La clase... Ese “ente indefinido” con el que se nace o del que se carece toda la vida. Eso marca la diferencia.
Eso hace que si él y yo llevamos la misma bolsa bandolera, a él le sentará caida del cielo, mientras que yo parezca estar a punto de sacar el chorizo, la hogaza de pan payés y el cuchillo de monte, para repartir montaditos como un pastor de cabras.
Eso hace que ese corte de pelo de indie rebelde, corto por delante, largo por detrás, a él le siente de maravilla, porque los que tienen clase usan gomina inteligente de esa que levanta el mechón perfecto en el lugar exacto. Detrás estamos los demás. Los de la gomina ciega. Esa que se apelmaza en los lugares menos adecuados del cráneo y te transforma de indie rebelde en Actor secundario Bob, dejándote justo preparado y listo para que la chica mona de la clase te mire con asco y diga –uy…tienes restos de algo en la oreja-
Y será la clase la que le haga caminar siempre con ese aire James Dean torturado, cruzando el gimnasio mirando al suelo, las manos en los bolsillos y grandes zancadas, mientras veinte caras le miran diciendo –hey…¿qué estará pensando?-
A la vez que yo daré dos grandes zancadas y en la tercera ya me habré dejado los dientes en la mesa de pinpong, sin darme tiempo a poner las manos para frenar el hostión porque se me habrá enganchado el reloj con el forro del bolsillo.
Y veinte caras me mirarán diciendo –hey…¿que hacía ese idiota mirando al suelo?-
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