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domingo, junio 12

 

Gracias Dios mío

Hoy por fin amanecí sin el dolor de tu ausencia en mi cama. Por fin, mi amor. Hoy la almohada no fué grande ni la sábana fría, la falta de tu beso no me hirió, ni la piel añoró tus dedos ausentes. Hoy pude mirar sin sufrir por no verte. Hoy tu hueco no ha dolido.

Porque hoy, al levantarme y dar el salto que dobla la esquina de nuestra cama, he pisado un pico de la sábana resbalando con la otra pierna aún en el aire y dándome un hostión de padre y muy señor mío contra el escritorio. Metiendo la cabeza, literalmente, dentro de la papelera, retorciendo el brazo y crispando las cinco uñas en la pata de la mesa en un último y desesperado intento de agarrarme al tablero, dejando ambas piernas despatarradas, una sobre la cama, la otra sobre el parquet, y ambos huevecillos entre el suelo y el somier, bamboleándose como dos castañuelas, perfectamente visibles en la postura más indigna e humillante que hubieran podido contemplar tus dos ojos de cabronazo coñón y traicionero, que me hubieran convertido en la estrella de la fiesta durante los próximos diez años de reuniones amistosas, eventos familiares y momentillos de ocio.







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