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lunes, octubre 10
Cuando tú no estás
Siempre que te vas a Cádiz pasa algo. Siempre. Cualquier cosa que oscile entre una plaga de langostas y que se me pegue el dedo a la plancha. Cualquier cosa que te permita decirme a tu vuelta “es que no te puedo dejar solo…”.
Y le tocó al gato, claro. Que no contento con haber hecho puenting sin goma seis pisos abajo, decidió probar a hacer el imbécil metiendo la cabeza en un frasco de galletas, quedándose atascado a la altura del pescuezo. Y aunque, superado el susto de la primera visión del cuétaragato, intenté sacarlo de todas las maneras posibles, fue mientras yo buscaba la mantequilla (para untarle cual mazorca), cuando decidió cargarse el bote de un cabezazo y rebanarse media pata con el cristal.
Y era domingo. Y el veterinario de urgencias del barrio estaba cerrado por reforma. Y tú no estabas para llevarme en coche hasta cuatro caminos.
Así que, entre hacer jogging con un gato ensangrentado o coger la moto, elegí lo segundo por aquello de resultar menos escandaloso para un vecindario demasiado acostumbrado a mis “performances” mascotiles. Y tal cual, lo metí en la mochila, apretando bien para abajo al estilo quita-bicho-quita, pese a sus desesperados intentos de trepar manga arriba, al más puro estilo vasa-meter-atupadre.
Para cuando llegamos al veterinario, después de curvas, esquives autobuseros y acelerones, lo que saqué de la mochila era más un cruce de suricata con lechuza que un gato, teniendo en cuenta el despeluche general y su (impresionante) ángulo de apertura ocular.
Luego, mientras el veterinario me decía -qué nervioso está, pobrecillo, habrá que ponerle un calmante...- y yo disimulaba -fíjese...y eso que he tenido cuidado con el coche...-, el gato, sin quitarme la vista de encima, añadía miooow-fzzzz-mieeew, que, visto lo visto, supongo que debe ser algo así como "mi salto a tus pelotas de esta noche va a ser glorioso".
Y le tocó al gato, claro. Que no contento con haber hecho puenting sin goma seis pisos abajo, decidió probar a hacer el imbécil metiendo la cabeza en un frasco de galletas, quedándose atascado a la altura del pescuezo. Y aunque, superado el susto de la primera visión del cuétaragato, intenté sacarlo de todas las maneras posibles, fue mientras yo buscaba la mantequilla (para untarle cual mazorca), cuando decidió cargarse el bote de un cabezazo y rebanarse media pata con el cristal.
Y era domingo. Y el veterinario de urgencias del barrio estaba cerrado por reforma. Y tú no estabas para llevarme en coche hasta cuatro caminos.
Así que, entre hacer jogging con un gato ensangrentado o coger la moto, elegí lo segundo por aquello de resultar menos escandaloso para un vecindario demasiado acostumbrado a mis “performances” mascotiles. Y tal cual, lo metí en la mochila, apretando bien para abajo al estilo quita-bicho-quita, pese a sus desesperados intentos de trepar manga arriba, al más puro estilo vasa-meter-atupadre.
Para cuando llegamos al veterinario, después de curvas, esquives autobuseros y acelerones, lo que saqué de la mochila era más un cruce de suricata con lechuza que un gato, teniendo en cuenta el despeluche general y su (impresionante) ángulo de apertura ocular.
Luego, mientras el veterinario me decía -qué nervioso está, pobrecillo, habrá que ponerle un calmante...- y yo disimulaba -fíjese...y eso que he tenido cuidado con el coche...-, el gato, sin quitarme la vista de encima, añadía miooow-fzzzz-mieeew, que, visto lo visto, supongo que debe ser algo así como "mi salto a tus pelotas de esta noche va a ser glorioso".
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