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lunes, octubre 3
Vehemencias
Los gritos eran… eran… indescriptibles. El primero lo escuché desde la cocina. – Aaaaayyyaaayyyayyy…- el segundo por el pasillo – nononononoooaayyy…- y para cuando llegué al dormitorio ya me había helado la sangre en las venas el tercero – Aaaaauuuuauuu…aaayyy…- No eran sólo gritos. Eran lamentos, aullidos de bestezuela acorralada, gemidos desgarradores de la profundidad de un alma en pena. Y como al marido no se le oía por ningún sitio pensé “joder…la está matando.” así que agarré la espantosa cabeza griega de mármol que tanto le gusta a Paco de Asís, y me planté en el rellano llamando en su puerta a uno de esos timbres ridículos que tararean el oh-susanna en lugar de hacer dindong como los timbres de las personas con buen gusto.
Y así me abrió; semidesnuda, con el albornoz resbalándole casi en los hombros, despeinada, con el rojo de los labios a la altura de la oreja y los ojos brillantes. Y allí se quedó mirándome, yo, superariel, el salvador de las mujeres orgásmicas, metido en mi chándal verde botella y agarrado a una cabeza de mármol mientras mi cara de panoli era perfectamente acompañada con los últimos acordes de no-llores-más-por-mí… Y podía haberle pedido sal…o vinagre… o la receta de las rosquillas de San Isidro.. pero no. No. Tuve que completar mi estupidez preguntando si se veía bien su antena. Y acompañarla hasta el salón. Y decir “buenos días” al pobre hombre que asomaba la cabeza despeinada por la puerta del dormitorio mirándome con expresión de “¿es que estás sordo, mamón?”
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