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jueves, febrero 2

 

Dime que me quieres, Toby...

Esta mañana temprano, el perro se ha despanzurrado en el suelo con una especie de convulsiones epilépticas en las patas traseras. Al verle, he pensado que podía estar muriéndose o algo parecido, así que he levantado de la cama a Jim y entre los dos, le hemos llevado en volandas al veterinario de urgencias.
A medio camino, el maldito chucho ha resucitado de lo que fuera que le había dado y ha entrado en la clínica trotando lengua fuera, contento y feliz cual cabrita montañesa. El recepcionista me ha mirado con mala cara, así que he estado en un tris de pisarle el rabo (al perro, no al recepcionista) para que con el aing-aing todos se convencieran de que yo no era un chico psicótico de esos que se inventan enfermedades de perro para llamar la atención del mundo.
Como el veterinario tardaba en aparecer, he tenido que salir pitando para el trabajo y dejar allí a mi perro moribundo, dando saltitos arf-arf y lengüetazos nasales por doquier. Al llegar a la oficina, considerando el hecho de que los perros idiotas no son precisamente familiares de primer grado, les he contado a todos que llegaba tarde porque a mi compañero le había dado una bajada de glucosa con consecuente visita a urgencias. He respondido al fingido interés de todos los presentes "sí, ya ves, algo que comió, bla-bla" y la pantomima me ha quedado de lo más apañá.
A media mañana, el veterinario me ha llamado al trabajo para que le explicara los síntomas exactos del perro y yo, literalmente, he dicho: "Pues acabábamos de venir de dar el paseo para echar el pis de rigor, cuando de pronto le han fallado los cuartos traseros y ha empezado a arrastrar el culo por todo el pasillo. Luego se ha cagado encima y ha empezado a babear, pero no como siempre babea, sino de una forma exagerada, así que he decidido cogerle en brazos y llevártelo a que lo vieras..."
Cuando he colgado el teléfono, mis cinco compañeros me miraban con los ojos más abiertos que se han visto jamás en un ser humano. Un silencio sepulcral me ha rodeado durante tres interminables minutos, hasta que por fin la Srta. Mercedes, con un suspiro de resignación, ha dicho -Bueno... es que eso de la glucosa es muy malo...-





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